lunes, 19 de septiembre de 2011

CAMINOS DE RECONOCIMIENTO

Esta es la consigna de una de las últimas obras del filósofo francés Paul Ricoeur. El sugerente título pone el dedo en la llaga de una de las problemáticas centrales de la época actual que es, a su vez, un anhelo humano que trasciende los tiempos. El reconocimiento se convierte en necesidad no para reafirmar el propio ser, sino ante todo, para descubrirse a sí mismo. Ser alguien para otro es clave en la constitución de la propia identidad.
En un ambiente cargado de información, la definición de la identidad se hace aún más problemática y surge la necesidad de un mayor reconocimiento frente a la ausencia de  antiguas estructuras que lo otorgaban de manera casi natural.
Por este motivo, Ricoeur afirmaba que tematizar el reconocimiento es una de las tareas pendientes de la filosofía. Hace falta una filosofía del reconocimiento que dé cuenta de los vericuetos intelectuales propios del problema, y que ante todo, otorgue claves de comprensión para la cultura actual. En esta tarea, Ricoeur nos lega un elemento de reflexión central que no suele aparecer en los ya recurrentes reclamos políticos y sociales.  Es el papel del agapē, del amor, en la tarea de reconocimiento.
Lo interesante de este punto es que rompe con la lógica de la reciprocidad, que es la propia al hablar de reconocimiento, porque éste exige un juego de dos partes que supone dar y recibir para completar el ejercicio de reconocer. Sin embargo, lo que plantea Ricouer es la posibilidad de un reconocimiento sin reciprocidad. Un reconocimiento que sea solo don, entrega, sin esperar nada a cambio. Desde esta perspectiva, el camino del amor podría descartarse por imposible, ya que un reconocimiento sin reciprocidad no tiene, a simple vista, posibilidad de atestación, imputación o justicia, que son las condiciones en las que se reclama casi de modo natural, el reconocimiento. Por lo anterior, hablar del amor como régimen de vida que lleva al reconocimiento es un reto difícil, que implica paradojas y debilidades.
Pero, ¿cómo hablar de reconocimiento sin considerar el amor? Sin duda, en toda dinámica humana, el amor está presente no solo como posibilidad sino también como meta, como objetivo central, como norma moral, como sentido de vida. Por tanto, pensar el agapē se hace necesario, y más aún, recorrer el camino y enfrentarse con los abismos, los imposibles y los misterios a los que nos enfrenta.
Lo complejo del amor es que “permanece sin replica frente a las preguntas porque la justificación le es extraña, al mismo tiempo que la atención a sí. Más enigmáticamente aún, el agapē se sitúa en la permanencia, en lo que persiste, ya que su presente ignora la añoranza y la espera. Si no argumenta en términos generales, se deja contar mediante ejemplos y parábolas, cuya salida extravagante desorienta al oyente sin estar seguro de reorientarlo”.
El amor, como camino de reconocimiento es contundente porque es un camino creíble y que genera profundas dinámicas de acción. Pero sobre todo porque es entendido por muchos, es, en toda su dimensión, el verdadero lenguaje universal.  Aplicar esta nueva lógica, por difícil que parezca, abre una nueva dimensión al problema del reconocimiento que vale la pena explorar. 

lunes, 12 de septiembre de 2011

HUÉRFANOS

Historias de una vida mal lograda, que dejan en todos nosotros desazón e  inquietud, aparecen con frecuencia en los diarios y noticieros de nuestro país. La historia del soldado Domínguez es una triste muestra de ello. Muchos de los reportes hablan del desequilibrio psicológico del soldado como causa de su prematura y violenta muerte. En una sociedad que resuelve todo a través de diagnósticos y que privilegia la dimensión interior e individual de las personas, es normal que muchos se queden tranquilos con esta explicación. Inculpar a la locura deja exenta a  toda la sociedad.
Pero una historia como estas debe generar en todos, y primero en los periodistas, el afán de indagar en las causas reales que llevaron a que un joven colombiano que, como muchos otros, quedó en manos del secuestro por servir a la patria, haya tenido un desenlace tan desafortunado. Ya su vida estaba rodeada de múltiples factores desfavorables y difíciles de afrontar. Pero el encuentro con el secuestro supuso para él la posibilidad de descubrir un potencial que tal vez en otras circunstancias no hubiese podido vislumbrar. Un compañero de secuestro dice que el soldado Domínguez le enseño la paciencia y lo define como una persona inteligente. No se explica cómo pudo malograr su vida de ese modo y menos aún entiende que le achaquen toda la responsabilidad a una enfermedad psiquiátrica. Este testimonio pone el dedo en la llaga. El soldado al salir de cautiverio no solo demostró las características ganas de vivir de todo aquel que recibe de nuevo la libertad, sino que había puesto sus esperanzas en un talento antes desconocido para él, que le permitía trasmitir directamente desde el corazón, lo que había representado esa dura experiencia.
Muchos dicen que la causa de su desgracia fue encontrarse de bruces con una realidad que contradecía sus expectativas y que representaba, no solo constatar que las cosas estaban mal, sino que los pocos aspectos sólidos que tenía antes del secuestro, habían hecho agua durante su ausencia. Pero la clave de comprensión de esta historia y de otras tantas del mismo estilo, está en desmarcar la tragedia del plano puramente personal. Aún cuando es cierto, y no se pueden desconocer los hechos puntuales que el soldado tuvo que enfrentar, es necesario hacer frente a la responsabilidad que la sociedad tiene en los acontecimientos.
Esta historia reafirma de manera cruda que como sociedad no estamos preparados para sostener un proceso de reinserción a la vida civil, ni de quienes han estado privados de su libertad por causa del secuestro, ni de aquellos que tras haber dejado las armas quieren retornar a la vida social. Si a un soldado que pretendió servir a la patria y que alimentó esperanza en su retorno, le sucede lo que todos hemos visto, ¿qué otro tanto le sucederá a quien ha crecido rodeado de muerte y dolor?
Somos individuos huérfanos de sociedad. El apoyo social que resulta esencial para que las personas alcancen una vida lograda, es prácticamente inexistente en Colombia. Contrario a lo que muchos creen, el terrible mal de nuestro pueblo es el individualismo, que de modo más rotundo que en otros países se ha apoderado de toda nuestra vida.
      

viernes, 2 de septiembre de 2011

¿QUE HACE EL QUE NO HACE?

Tendemos a definir, de manera inconsciente, el valor de las personas no tanto por lo que son, sino por lo que hacen. Tal vez en nuestra mente y nuestro corazón la premisa de querer al otro por su ser está clara y funciona como ideal ético. Sin embargo, existen diversas fuerzas culturales que siembran dudas al respecto y promueven una visión más pragmática y utilitaria sobre lo que deben representar los otros para nosotros. Este es el caso de la eutanasia y el aborto por malformación o enfermedad.


Una persona que antes se caracterizaba por su actividad y productividad y que por diversas circunstancias deja de hacerlo, queda confinada a una cama y no tiene posibilidad de expresar, del mismo modo, lo que siente y piensa. Desde una mirada pragmática, la persona ha dejado de ser lo que era. Bajo este argumento, quitarle la vida a la persona constituye hacerle un favor y no choca con la premisa ética de querer al otro por lo que es y no por lo que hace. Sin embargo, este argumento constituye una falacia gravísima que confunde nuestro corazón hasta el punto de creer que matando estamos haciendo un gran bien. El engaño está justamente en limitar el quehacer y ser de la persona a su ejercicio racional y a su actividad física. Esta postura desconoce completamente una de las dimensiones clave de la persona humana, a saber, la relación.

Lo que caracteriza a las personas humanas, más aún que la misma racionalidad, es la capacidad de relación y la posibilidad de encuentro con el otro. El ser humano es el único ser vivo para el cual el otro es un alguien significativo. Un alguien que representa para mí, no solo un congénere de mi especie sino sobre todo, un mundo nuevo y distinto que puede suscitar en mí una multiplicidad de sentimientos, reacciones, actitudes, pensamientos y afectos. Esta peculiaridad de la persona humana hace que el encuentro con otro siempre sea una fuente de novedad. Siempre será distinto cada encuentro, pues ese otro, ese alguien, tendrá algo nuevo que dar.

Solo desde esta perspectiva se puede entender en su totalidad el valor de cada persona en el mundo, pues independientemente de su ejercicio racional o actividad física, siempre tendrá algo nuevo que dar. Lo que hacen los que “ no hacen nada” es precisamente lo que permite que podamos desplegar en toda su dimensión nuestro ser personal. Con aquellos que carecen y necesitan, es que podemos ejercer la generosidad, la entrega y comprobar que en estas capacidades no tenemos límite. Siempre se puede dar más, siempre se puede ser más generoso y más aún si estamos hablando de cuidados, atenciones, paciencia y constancia. El poder ilimitado que el ser humano tiende a buscar en otras fuentes –el dinero, el poder, la fama–, tiene entidad real en circunstancias en las que la tarea es el cuidado del otro.

Por eso, decisiones como la eutanasia, el aborto en caso de malformación o enfermedad, la exclusión en caso de incapacidad, son no solo un atentado contra la vida humana, sino también contra la posibilidad propia de todo ser humano de ejercer plenamente como persona en el mundo.