jueves, 21 de abril de 2011

EL SENTIDO DEL SUFRIMIENTO


Frente a una situación que promete dolor y sufrimiento, la reacción del común de los seres humanos es procurar evitarla a costa de lo que sea. Pero no hay una vida humana que no esté marcada por la dureza de las experiencias dolorosas y el sufrimiento que éstas traen consigo. Las tragedias naturales de los últimos tiempos nos recuerdan nuestra frágil condición y nos produce un fuerte sufrimiento saber que poco o nada podemos hacer para evitarlas. El trayecto del hombre en el mundo está marcado por el dolor, y por ello, el sufrimiento es el compañero inevitable de tan importante viaje.
Para muchos, esta condición es sinónimo de desesperanza y sinsentido. Han sido bastantes quienes han renunciado a su propia existencia para evitar el sufrimiento que ésta conlleva y últimamente pululan las ideologías que promueven como meta existencial la evasión y erradicación de cualquier tipo de dolor. El antídoto, se ha pensado, es la sociedad del confort. En cuanto más cómoda sea la vida, más cerca estará la felicidad, se plantean algunos.
Pero la realidad es que el sufrimiento no se puede erradicar de la vida del hombre. Quien pretende vivir sin dolor tiene que renunciar, de paso, a lo que hace la vida verdaderamente interesante. Una vida poblada de amor, de sueños por cumplir, de entrega y compromiso con los otros, implica siempre una dosis de sufrimiento. Sólo podríamos conseguir no sufrir por la muerte o el dolor de otros, si esos otros nos fueran del todo indiferentes. Así, ¿qué vida vale la pena?
Pero, paradójicamente, el sufrimiento contiene el secreto para encontrar sentido a la propia vida. Son incontables los testimonios de personas que a través del sufrimiento han visto por vez primera el valor de su existencia y de la de los demás. Cuando el ser humano se enfrenta a situaciones límites es cuando realmente pone a prueba todo su ser y encuentra las herramientas para salir adelante. Ante el sufrimiento, el ser humano se descubre como un ser capaz de esperanza, capaz de sobrellevar con amor cualquier circunstancia por absurda e injusta que sea.
Ante el dolor, el ser humano sólo cuenta con dos opciones. La primera de ellas es el rechazo; esta actitud implica no sólo cargar con el dolor propio de la situación sino que además trae consigo un sufrimiento extra que el mismo ser humano agrega al no aceptar su condición y que trae como resultado que la misma vida sea “insufrible”. Pero existe la otra alternativa. El ser humano puede optar por la aceptación; esta actitud implica descubrir en el sufrimiento nuevos caminos y oportunidades para realizar la propia vida; a través del sufrimiento las circunstancias adversas se convierten en ocasiones de transformación y cambio; es por medio de ellas que se presenta la oportunidad, a veces única en la vida, de dar todo de sí.
Sólo desde esta perspectiva es posible comprender una afirmación tan radical como la que hace Benedicto XVI en la segunda entrega de su libro Jesús de Nazaret: “A fin de cuentas, la verdad y el amor no tienen otra arma en su lucha contra la mentira y la violencia que el testimonio del sufrimiento”

domingo, 17 de abril de 2011

EL VERDADERO ABURRIMIENTO



Se acercan días de reflexión y descanso.  Son días en los que cambia el orden de las cosas. Las rutinas se abandonan y aparece, como premio, el tiempo libre. Las personas se plantean qué hacer en estos días. Para el católico practicante, el tiempo litúrgico se encarga de marcar el ritmo. La participación en la Semana Santa le invita a disponer todo su ser para penetrar en el misterio de la muerte y resurrección del Salvador. Kairos o el tiempo de Dios toma el lugar de lo que antes estaba poblado por reuniones, citas, trancones y el sin número de asuntos que colman el tiempo lineal humano.
 

Pero, no todos deciden seguir el tiempo litúrgico; algunos acuden en masa a las terminales de transporte terrestre y aéreo y emprenden un viaje, ansiosos por desconectarse del mundo en algún lugar apartado de la cotidianidad. Los paraísos vacacionales ofrecen una variada gama de diversiones que logra convencer a muchos. Pero después del frenesí de la huida, llega el momento de encontrarse frente a frente con el tiempo libre. 

Este estar frente a frente con un tiempo despoblado genera un estado de ánimo muy peculiar que es, tal vez, la razón por la cual buscamos siempre escapar de la rutina. 

“Parece, sin duda, que en nuestro afán cotidiano nos hallamos vinculados unas veces a éste, otras a aquel ente, como si estuviéramos perdidos en éste o aquel distrito del ente. Pero, por muy disgregado que nos parezca lo cotidiano, abarca, siempre, aunque sea como en sombra, el ente en total. Aún cuando no estemos en verdad ocupados con las cosas y con nosotros mismos- y precisamente entonces-, nos sobrecoge este “todo”, por ejemplo, en el verdadero aburrimiento. Éste no es el que sobreviene cuando sólo aburre este libro o aquel espectáculo, esta ocupación o aquel ocio. Brota cuando “se está aburrido”. El aburrimiento profundo va rodando por las simas de la existencia como una silenciosa niebla y nivela a todas las cosas, a los hombres, y a uno mismo en una extraña indiferencia. Este aburrimiento nos releva el ente en total”.

Esto dice Martin Heidegger en su libro ¿Qué es metafísica? Aquí, llama a ese peculiar estado de ánimo que deviene cuando nos enfrentamos con el “ente en total”, aburrimiento. Pero no es un aburrimiento sin más, nos dice; es un verdadero aburrimiento. Cuando el ser humano se enfrenta con la realidad al desnudo, cuando no se ocupa concretamente de nada, se encuentra, tal vez, más inmerso en la realidad misma. Es la oportunidad de salir de la fragmentación en la que vive y de encontrar unidad durante algunos instantes que limitan con la eternidad.

De este tiempo vacío surge la reflexión. De esa aproximación a la unidad del todo surge un pensamiento más claro, una comprensión más profunda de la realidad y del lugar que le corresponde a cada cual en ella. Así las cosas, es inevitable lanzar una invitación para los días que se acercan: abrir un espacio al verdadero aburrimiento.  Tal vez así el fruto del descanso aumente e incluso sea posible vislumbrar algo del Kairos, que es el que ha permitido a todos hacer este alto en el camino.    

lunes, 11 de abril de 2011

EL MENSAJE DEL TIEMPO

Indiscutiblemente la característica central de la vida es el movimiento. Todo ser vivo cambia, se transforma, crece y muere. Cuando aparece un ser que puede hacerse consciente de este movimiento y de las innumerables vicisitudes a las que se enfrenta un organismo vivo, aparece también la categoría de tiempo. Ese afán de comprender en qué consiste dicha condición cambiante, ha llevado a que el ser humano comience a aplicar una categoría que mide, registra y explica el devenir del movimiento en la vida. El tiempo ha adquirido a lo largo de la historia distintas formas. Para el hombre primitivo era un compañero inevitable. El tiempo implícito inconscientemente en todas las actividades, no fue nunca medido. En las primeras civilizaciones, gracias al excedente de tiempo que inaugura la agricultura, aparecen observadores que registran los cambios y encuentran coincidencias. El reloj de sol como pionero en este proceso de medición permitió ordenar las actividades según lo determinara el majestuoso astro. La medida del tiempo en principio fue un intento por comprender el orden superior en el cual estaba inmerso el ser humano. Sólo tenía sentido marcar así el movimiento si se entendía en relación con los designios divinos.


El tiempo ha sido siempre esa categoría que limita de manera misteriosa con lo trascendente, con lo divino. El tiempo nos mantiene informados de nuestra caducidad, al mismo tiempo que nos habla de una posibilidad de más allá. Antiguamente se mantuvo relativamente claro que la medida del tiempo debía respetar el orden del cosmos y la naturaleza. La actividad y el reposo, el cultivo y la cosecha, la producción y el descanso, estaban determinados de antemano por el orden cósmico natural. Medir el tiempo era simplemente un intento por descifrar parte de su misterio para así participar mejor del orden.

Pero cuando el hombre se emancipa del cosmos y se encuentra a sí mismo arrojado en el enorme vacío del mundo sin sentido, el tiempo se convierte en su tabla de salvación. En la modernidad el tiempo deja de ser una señal para convertirse en un objeto anhelado. Cuanto más tiempo cree poseer el hombre, más seguro se siente de sí mismo. La obsesión por medir el tiempo en fracciones cada vez más pequeñas es un reflejo de la avaricia que despierta la posesión de este nuevo y extraño bien.

Los ritmos de vida se aceleran de forma desmesurada y pronto tiene lugar un desgarramiento con los de la naturaleza, que ya no tendrá marcha atrás. El hombre moderno vive en el vértigo del tiempo infinito. El cometido es llenar cada fracción de segundo con toda la actividad posible. Una sociedad funcional comienza a ser entendida como una sociedad capaz de transformar el tiempo en dinero. El esfuerzo moderno también se ha orientado a retener en su mayor medida el paso del tiempo. En cuanto menos se evidencie el paso del tiempo en un rostro, será más apto para la publicidad y por ende más atractivo entre quienes siguen las tendencias.

Hoy nos enfrentamos una de las crisis sociales y ambientales más fuertes de toda la historia; tal vez ésta es consecuencia de no querer escuchar el mensaje que el tiempo tiene para contarnos.

miércoles, 6 de abril de 2011

TRATANDO DE ENTENDER

El hombre es un animal racional. Esta clásica definición pone como clave en la comprensión de lo que somos, a la racionalidad. Nos caracterizamos por nuestra capacidad de entendimiento y por ese peculiar modo en el que nos comportamos en el mundo. Se espera de cualquier representante de la especie humana que se comporte racionalmente; que se relacione con el mundo y la realidad de manera lógica y coherente. Pero al mirar los fenómenos actuales no es extraño encontrar en ellos la ausencia de razón, la falta de lógica y la primacía del absurdo. Somos capaces de destruir, matar, robar y agotar recursos a pesar de entender que esos actos tienen consecuencias nefastas. ¿Qué falla allí? ¿Por qué no nos comportamos en concordancia con aquello que, al parecer, entendemos tan claramente?

Tal vez lo que nos hace falta es explorar en detalle de qué se trata el entendimiento humano y aceptar que no consiste en una recolección y clasificación de datos sin más. La comprensión de la realidad implica una puesta en marcha de todo el ser de quien conoce, es decir, no sólo de su capacidad de exploración científica sino del talante afectivo, del trasfondo cultural y del mundo relacional en el que se encuentra.

Porque en la base del conocer está la confianza; hemos adquirido los conocimientos básicos porque creemos en lo que nos dicen. Creemos a nuestros padres cuando somos niños, creemos a nuestros maestros del colegio y la universidad, creemos al autor de un libro, creemos a nuestros amigos… La mayoría de nuestros recursos cognoscitivos, es decir; la base de datos con la cual pensamos y comprendemos tiene su principal fuente en los otros. Son pocas las ideas que han nacido originalmente en nuestro intelecto. Una propuesta, por más original que sea, debe dar crédito a su fuente inspiradora. Originales y auténticos sólo podemos ser en la medida en que hacemos uso de aquello que nos han legado.

Así las cosas, salta a la vista la necesidad de la confianza en la tarea de entender la realidad. El mundo empresarial ha descubierto la confianza como clave para el éxito, precisamente porque si actuamos con base en ella se amplía inmediatamente el espectro de comprensión y entendimiento. No sabemos qué tan conscientes sean los empresarios de esta relación entre confianza y comprensión, pero de lo que sí están seguros es de la efectividad del método. Si confiamos, dicen, las cosas funcionan mejor. Desde luego, para que esta “fórmula” funcione, hace falta ante todo, moverse en el ámbito de la verdad. No es posible confiar en el otro si existe riesgo de engaño. El sistema educativo se iría al traste si desconfiáramos de lo que allí se enseña y si a su vez los maestros sospecharan que los libros fueron escritos, no para trasmitir un conocimiento verdadero, sino para manipular y engañar.

Bajo la sospecha no podemos vivir, y mucho menos bajo el engaño. Quien no cree en el otro no aprende, y si no aprende es poco lo que puede proponer. Así se entiende por qué en un país como el nuestro, en el cual es difícil confiar en el otro, hay graves carencias de entendimiento.