viernes, 18 de noviembre de 2011

LOS SOFISTAS DEL FUTURO


El escándalo suscitado por la campaña publicitaria de la marca Benetton a favor del no-odio, pone el dedo en la llaga del problema de la publicidad. Llevamos años de atraso en la reflexión en torno al papel que cumple la verdad en la estrategia publicitaria. Hemos sido testigos presenciales del empoderamiento de la publicidad, durante la segunda mitad del siglo pasado. Los “mad men” –por hacer alusión al título de la exitosa serie televisiva que trata de la vida de los “madisson men” que en la década de los 60’s fundaron las agencias publicitarias– se han apoderado de las mentes y, sobre todo, de los corazones del público consumidor que orienta sus intereses vitales de acuerdo con los dictados de la última y más novedosa campaña publicitaria. La sociedad de consumo aplaude día a día y cada vez con mayor entusiasmo, la avalancha de creatividad que nutre los miles de millones de mensajes que buscan vender un producto. Poco importa el medio que se utilice si se alcanza el fin esperado: figurar en primera plana. Sin duda, las arcas de Benetton se llenarán este invierno y lo que tendrán que pagar por las demandas será solo un leve pellizco a su sólida fortuna.
La publicidad se ha convertido en el arte de crear interés por lo irrelevante e innecesario, con fines lucrativos. Se ha convertido en la sucesora de lo que, en la historia, ha trascendido como el oficio del sofista. En el imaginario común, un sofista es alguien capaz de presentar un argumento de modo tan llamativo y aparentemente lógico, que consigue convencer hasta al más incrédulo. En la tradición griega, son muchos los factores que ayudaron a que aquellos personajes adquirieran mala fama. Uno de ellos fue cobrar por su trabajo. El trabajo por el cual la gente debía pagar era el de decirle a las personas cómo son las cosas y cuál es la verdad. La diferencia del sophós con el philo-sophós es justamente el philo, el amor. El sofista es un poseedor de la sabiduría, mientras que el filósofo se declara a sí mismo como un buscador, un amante de la sabiduría, sin jamás pretender poseerla. El sofista, además de creer comprender todo a cabalidad y de considerarse a sí mismo poseedor único de la verdad, cobra por ello. Sócrates los describe como traficantes de las mercancías de las que se nutre el alma.
El paralelo es simple. Los grandes monstruos publicitarios tienen claro el negocio. No hace falta dedicarse a la búsqueda de la verdad; esa no paga. Lo que paga es aparentar que se la posee y utilizar los medios que hagan falta para convencer a los demás de aquello. La masa ignorante responde. Recibe sin mediación el mensaje que se le envía; celebra con efusividad las innovaciones sofísticas que se le presentan; asume sin reflexividad los parámetros de pensamiento que se le imponen; y, lo más triste de todo, paga sin queja alguna por un producto que le ha prometido la felicidad.
Hay que ser justos. Los sofistas antiguos se estarán revolcando en sus tumbas al observar la calidad de sucesores que en el futuro les ha correspondido continuar su legado. 

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