Saber cómo comportarse y cómo orientar los propios actos al bien, es una preocupación permanente en la vida del ser humano. Nadie actúa esperando equivocarse; al contrario, todos pretendemos acertar en nuestros pensamientos y acciones. En ello nos jugamos gran parte de lo que otorga sentido a nuestras vidas. En otras palabras, el ser humano establece siempre un ethos, un punto de partida, un parámetro de acción que busca alcanzar un fin considerado a todas luces bueno.
Los parámetros éticos se han ido articulando a través de la historia con los requerimientos que los cambios culturales y sociales han exigido. Esto no quiere decir que todo postulado ético sea en su totalidad relativo. De esto puede dar fe el que en la actualidad sigamos rigiéndonos por los principios que cobijaron a nuestros antepasados de hace veinte siglos o más. El “no hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti” permanece intacto a pesar de los cambios que ha traído la historia. Pero a pesar de la existencia de un cierto leitmotiv, la ética exige dinamismo.
Al parecer, la reflexión ética acompañó hasta hace unos siglos, de manera casi que natural los cambios que iban apareciendo. Esto, por la misma forma en la que estaba configurada la cosmovisión occidental. Pero la aparición y triunfo inusitado de la llamada razón instrumental pone en situación nueva a la reflexión ética misma. El hecho de instaurar como premisa de acción el utilitarismo y la instrumentalización del mundo para alcanzar casi cualquier fin, deja fuera de juego teorías éticas que funcionaban bajo la premisa de no considerar a los demás como meros medios para alcanzar un fin.
La razón instrumental impulsa de manera inusitada el desarrollo tecnológico. En la carrera por el progreso científico y técnico la ética parece sufrir de una repentina e irreversible parálisis que se mantiene intacta si analizamos el confuso panorama ético que reviste la realidad actual. Los progresos de la ciencia y la tecnología han enfrentado al ser humano a situaciones que ni en la más alta ficción, algunos hubieran podido imaginar. La manipulación de la naturaleza ha llegado a extremos que comprometen incluso aquellos elementos del ethos que habían podido sobrevivir al paso del tiempo y pronto los actos que antes se impulsaba por la orientación al bien común, por ejemplo, quedan regidos por premisas utilitaristas que ponen por encima la capacidad de instrumentalizar la realidad.
Así, cuando la ética queda rezagada frente a los profusos cambios de los tiempos modernos y posmodernos, surge como consecuencia una total inarticulación entre progreso técnico y desarrollo humano. La posibilidad de encontrar las bisagras que se han perdido a lo largo del camino está en devolver a la reflexión ética el papel central en toda ocupación y en todo ejercicio intelectual. Es, sin duda, una tarea ardua y complicada porque estamos hablando de una cenicienta manipulada desde hace tiempos por sus malvadas hermanastras que se ufanan de una belleza totalmente inexistente. Estas hermanastras no son otras que las múltiples pseudoéticas que impulsan prácticas y estilos de vida que hace tiempos han olvidado que el sentido de la existencia humana es perseguir y alcanzar el bien.
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