El 2012 no llega como un año nuevo más, sino como ícono del fin del mundo. No es la primera vez que en la historia se habla del esperado evento. Han sido múltiples los grupos de personas que se han preparado para un tránsito en el cual el mundo vigente dejaría de existir. Sin embargo, para el Occidente judeo-cristiano, el fin de los tiempos no parece estar tan próximo como para la supuesta tradición Maya. Lo curioso del caso es que, para muchos, la proximidad del fin es algo sumamente atractivo, por lo que prefieren asumir las predicciones sin reserva, incluso en contra de la tradición en la que han crecido. Se mezcla allí la superstición con un anhelo tan extraño como profundamente humano.
¿En qué radica esta inevitable atracción hacia el desenlace de los tiempos? A pesar de las terribles implicaciones de lo que supondría un evento así –catástrofes, muerte, destrucción–, es un tema que, en lugar de ser evadido, figura con cada vez más relevancia en las mentalidades de los grupos humanos. Se podría pensar que esto responde al hastío de una determinada época histórica o corriente cultural. Cuando se comienza a evidenciar un callejón sin salida, un agotamiento de las estructuras vigentes, el recurso es anhelar que algo superior ponga fin a la intolerable situación.
El 2012 recibe un mundo con todas sus estructuras en crisis. Aún cuando hace décadas ya se hacía evidente la crisis de las instituciones más fundamentales –como la familia y la educación–, los últimos años han estado marcados por una crisis económica y ambiental que al parecer ha calado de manera aún más profunda en las mentalidades, no solo de las nuevas generaciones, sino de la humanidad en general. Estas crisis unidas a los impactantes desastres naturales que han cobrado millones de vidas y a unas cuantas profecías difundidas mediáticamente, traen como resultado un escenario perfecto para el fin de los tiempos.
Pero este escenario no solo nos habla la sensación de hastío, sino que a su vez, refleja que se han puesto en circulación las ideas de cambio, transformación y crecimiento. Es la familiar dinámica entre muerte y nacimiento que alimenta la comprensión del sentido de la vida humana, presente en todas las cosmologías y religiones, la que renace con el nuevo año. Este fin del mundo al parecer responde más a un anhelo de cambio que ya no es posible postergar. La humanidad anhela, en conjunto, una transformación del estilo de vida que permita despertar del profundo sueño –o más bien, de la horrible pesadilla– de una vida entregada al consumo desmedido y al agotamiento y destrucción de la naturaleza tanto ambiental como humana.
El sistema económico y social vigente regido por el individualismo, el hedonismo y el egoísmo, está rozando su fin. Por fuerza de la crisis nos veremos obligados a experimentar nuevas dinámicas de relación económica, social y política en las que la clave será contar con el otro, trabajar por la comunidad. Sólo de este modo evitaremos un colapso mayor. El hombre, por afán de supervivencia, –si aludimos a su condición más animal– hará lo propio. Si esta profecía se cumple, bienvenido sea el fin del mundo.
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