En la anterior columna expuse brevemente qué es un imaginario social y cómo en Colombia poseemos unos cuantos que tienen un efecto perverso para el desarrollo social. Se ubica el imaginario social en el plano de la precomprensión, es decir, en aquel ámbito con el cual contamos antes de que entre en acción la comprensión teórica. Este sugerente concepto que tomo de la filosofía heideggeriana hace referencia, más que a un posible estado in o sub consciente, al trasfondo de lo que constituye la construcción conceptual. Este trasfondo hace alusión, de manera fuerte, al contexto o entorno como lo que nutre en primera instancia aquello que permite configurar un concepto acerca de una determinada cosa. Por esto, la complejidad de los imaginarios sociales radica en lograr captar sus fuentes y su real configuración pues al ser cosas de las cuales no estamos completamente al tanto, tendemos a desecharlas por irrelevantes.
Hago esta breve explicación porque considero que si queremos descubrir y entender algo así como una identidad colombiana, es necesario dirigir los esfuerzos hacia esa “oscura” zona de los imaginarios. La antropología cultural ha hecho valiosos aportes en este sentido; pero éstos todavía no consiguen liberarse de quedar catalogados, dentro del ambiente académico, como conocimiento exótico o pintoresco (en algunos casos porque los mismo investigadores se encargan de presentarlos como tales).
Pero, más allá del ámbito académico, el esclarecimiento de cuáles son los imaginarios que impulsan nuestro comportamiento ciudadano es una gran herramienta de autocomprensión y orientación de acciones. No solo es el caso de corrupción el que refleja la perversidad de nuestros imaginarios; también la exagerada y ya casi ridícula estratificación social encierra una precomprensión de lo que deben ser las relaciones sociales. El servilismo ha pasado a ser un rasgo característico del modo de ser colombiano. En una sociedad en la que se pregunta por el estrato incluso antes de preguntar por el nivel de educación, es evidente que se está sobrevalorando la posición económica de las personas. Esta condición es la que determinará, no solo aspectos asociados a la economía como tal, sino asuntos relativos al poder, al respeto y a las oportunidades. El valor de la persona no está dado aquí por quién se es, sino por qué se tiene. El servilismo reafirma está lógica macabra en la medida en que supone que quien tiene más dinero tiene poder de mando sobre quien tiene menos. La aceptación tácita de estas dinámicas de relación impulsa de modo radical que el valor por excelencia siga siendo el dinero y por lo tanto, que cualquier medio sea legítimo y aplaudido para alcanzarlo.
En la sociedad colombiana, en cada uno de sus rincones, se respira esta premisa como modo de relación. La publicidad vende sueños en este sentido y los ciudadanos orientan sus vidas y sus acciones a la consecución de medios que le permitan instalarse por fin en la cima de la pirámide. Muchas veces se considera que la manera de alcanzarlo es ponerse al servicio de los poderosos de modo incondicional; se mal entiende el concepto de servicio y se cae en el servilismo radical. Así las cosas la sociedad colombiana tiene pocas claves para comprender que como personas, todos merecemos un trato igual.
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