¿Acaso no es suficiente el arte que en su silencio, repleto de sentido -o sin sentido- ya nos basta como mensaje de lo inasible y del misterio que nos envuelve? ¿Para qué la filosofía, con su interminable preguntar, con su modo, a veces incomodo de indagar, cuestionar y escudriñar en la médula del ser e irrumpir con la razón en el plano imperturbable de la sublime o escabrosa naturaleza del fenómeno artístico?
A pesar de recoger, siempre y principalmente, el mundo de lo sensible, de lo irracional, de lo emotivo, el arte se presenta también como pregunta, como movimiento constante, como promesa de verdad. Esta innegable dimensión tiende un sólido puente con el quehacer filosófico que se asemeja a un interminable tejido lleno de novedad.
Aunque dicha relación siempre ha estado presente, es en la filosofía contemporánea que el límite entre ésta y arte tiende a perder su nitidez, pues el ser humano al estar inmerso en la existencia y al encontrar en ella el misterio y la maravilla de la contradicción, pone en interrogación el excesivo racionalismo que deja al ser humano encerrado en sí mismo e inmerso en un estado auto–consciente que lo distancia de los otros y de la vida misma. Del malestar moderno, surge una nueva apertura que implica la experiencia creadora de salir de sí hacia los otros de manera radical y que permite reconocer en esta experiencia algo de, lo que bien valdría llamar, la condición humana. Así, se abren nuevos caminos para entender la experiencia del lenguaje que invita, en este caso, más que a una ética, a una estética.
Desde esta perspectiva, se vislumbra un horizonte de reflexión que tiene como propósito la búsqueda de lugares de encuentro entre filosofía y arte que, como en el caso concreto de la poesía, trasluce la cercanía entre la pregunta por el ser y la experiencia artística.
Basta seguir los pasos de un filósofo y un poeta que encuentran identidad para descubrir que tal límite es del todo inexistente. Las reflexiones de algunos filósofos sobre el arte de renombrados poetas son un claro ejemplo de cómo aquél leiv motiv que, tanto arte como filosofía persiguen, se presenta en términos similares desde los dos lenguajes. Es decir, la especulación filosófica está presente, así sea de manera tácita, en la inspiración poética; y aquella, al ver nacer el verso, sin duda se habrá ayudado de los escalones del asombro y la reflexión, herramientas propias del quehacer filosófico. Sólo un poeta consigue una aproximación tal al problema central del conocimiento humano:
“¡Y nosotros: espectadores, siempre y en todas partes,
vueltos hacia todo, pero nunca hacia fuera!
Esto nos desborda. Lo ordenamos. Se derrumba.
Lo ordenamos de nuevo y nos derrumbamos nosotros.
¿Quién pues, nos dio la vuelta de tal modo
que hagamos lo que hagamos siempre tenemos la actitud
del que se marcha?”
(Rilke, Las elegias de Duino)
Pero sólo el filósofo es capaz de aprovecharla en toda su dimensión.
“El hombre, por el contrario, capaz como es de ordenar el caos, experimenta intensamente su irreductible amenaza. Ve que el riesgo de una ruina total, de una desilusión absoluta, permanece constantemente pendiente sobre su cabeza.” (Heidegger, ¿Y para qué poetas?)