Por estos días son múltiples las manifestaciones y opiniones con respecto a los acontecimientos que han tenido lugar en el Departamento del Cauca. La situación que viven los habitantes de esta olvidada región del país cobra relevancia, no por la gravedad de los sucesos, sino por el escándalo que estos han podido desatar. No es un secreto que este Departamento viene sufriendo situaciones de gravedad desde hace varias décadas, por influjo de actores del conflicto que en un escenario tan diverso se agudizan de un modo peculiar.
Lo que presentan los medios de comunicación sobre los sucesos acaecidos recientemente son sólo pequeñas cápsulas de información que llegan a un sector de la población cansado y adormilado y, por esto, incapaz de asumir una postura crítica que permita vislumbrar siquiera la punta del iceberg de lo que realmente sucede en ese sector del país. Dentro de las múltiples columnas, comunicados, noticias y opiniones sueltas (trinos y estados compartidos) no se ve en ninguna de ellas un atisbo de claridad. Nos manifestamos sin saber absolutamente nada. Opinamos llevados por las tendencias ideológicas o las maquinarias de interés. Pero estamos lejos de tener una mínima idea de lo que realmente compone el día a día de más de la mitad de Colombia; la Colombia que los medios y buena parte del Estado han desconocido casi completamente.
En tiempos en los que el respeto a lo distinto, la reivindicación del otro y el reconocimiento de la multiculturalidad no sólo se han convertido en temas de moda para los estudios socioculturales sino que también han acaparado buena parte de las agendas políticas de los países desarrollados y en vías de desarrollo, es inconcebible una situación que denote tal desconocimiento del otro como las que reporta la actualidad nacional. Sin duda, no está ni medianamente asimilado el discurso incluyente del que se enorgullecen académicos como políticos, en ninguna de las esferas responsables de aplicar las políticas que se le corresponden. Mientras que se gestan múltiples leyes, estrategias y carnavales que fomentan la inclusión de la comunidad gay para dar por cumplida la política de reconocimiento de las minorías, y se legisla en contra de las corridas de toros por un supuesto respeto a la vida, miles de colombianos indígenas, campesinos, soldados, ciudadanos todos, sufren una exclusión y discriminación constante por parte, no sólo de las instituciones del Estado sino de la ciudadanía misma. Es parte de la mentalidad.
En Colombia, país diverso por excelencia, no contemplamos al otro como motivo de respeto y reconocimiento. Ni al indígena, ni al soldado, ni a quien conduce el carro vecino, le otorgamos el respeto que se merece. Dentro de nuestra escala de valores ocupa un lugar bastante bajo que un alguien distinto de mi mismo tenga algo diferente para enseñar. A menos que esto distinto represente una utilidad -mejor si es económica- no forma parte de los focos de interés de los colombianos. Por diversos, estamos condenados como país a no prosperar en la medida en que no aprendamos el valor de nuestra condición y sepamos aprovechar la multiplicidad de visiones de mundo que confluyen sobre un territorio y que, por cosas del destino, han coincidido para constituir una nación.