Los disturbios de la semana pasada en las estaciones de Trasmilenio en Bogotá, vuelven a poner en evidencia la enfermedad que sufre nuestra querida ciudad. Cuando un cuerpo enferma lo hace por ausencia de algo que le corresponde. El organismo que debía funcionar de un modo equilibrado para permitir que el cuerpo sea lo que es, queda deteriorado por ausencia de alguno de sus elementos constitutivos (defensas, proteínas, etc.). La ciudad, como un gran cuerpo que exige equilibrio para funcionar como lo que es, enferma cuando carece de lo que la constituye: la ciudadanía.
Aristóteles, que concibe al ser humano como un ser social por naturaleza, entiende la ciudad no como resultado o construcción de las personas, sino como el ámbito del natural desarrollo de los seres humanos. Por lo tanto, la polis misma está configurada de manera natural como el lugar propio del hombre. Esta lógica tiene una consecuencia importantísima de la cual poco o nada somos conscientes. Esta es, que la ciudad es formadora de ciudadanos. El desarrollo humano depende en gran medida de la ciudad en la que habita. La anterior afirmación no debe confundirse con un determinismo ambiental o cultural, pues en éstos, la propuesta del hombre siempre queda radicalmente atrapada por su entorno o su cultura. Por el contrario, la postura aristotélica por la cual la ciudad es formadora de ciudadanos, exige una dinámica de doble vía en la que lo que prima no es el producto cultural sino el perfeccionamiento de las personas que habitan la ciudad. El ser humano es capaz de polis y esto exige una polis que le guie en su ejercicio ciudadano.
Comprender el desarrollo de las ciudades y de los hombres desde esta perspectiva es algo que merece una profunda reflexión, pues si se capta en qué consiste dicha dinámica y cuáles son los requerimientos tanto del hombre como de la ciudad para responder a su llamado, otras serían las políticas de gobierno y otra, radicalmente distinta, sería la vida en la ciudad.
La primera consideración que podría derivar de este enfoque es la prioridad de las políticas de formación ciudadana en los planes de gobierno de las ciudades. Sólo si se configura la ciudad en torno a los ciudadanos se podrá esperar que la ciudad misma sea el ambiente natural para que cada uno pueda ejercer como el humano que es y que forme ciudadanos. Esta formación que se espera no es el obligado cumplimiento de las normas de transito; es algo un poco más complejo y significativo: ser políticos. Lo que se espera de la formación de la ciudad es que ofrezca al mundo y a la sociedad políticos competentes, esto es, personas que comprendan que existe un bien común y que sepan administrar el poder de acuerdo con éste. La aptitud política natural en los seres humanos, es el reconocimiento de lo común y su favorecimiento. Por lo tanto, una manifestación pública que destruye los bienes comunes es un cáncer social que ha invadido ya todo el organismo.
Una ciudad gravemente enferma, que no puede formar políticos, es decir, que no fomenta lo más natural en el hombre, solo tiene una salida: morir y volver a nacer.