El impulso vital que los sueños otorgan a la vida no se
compara con el que contiene la realidad a secas. Aún cuando es en el diario
vivir donde al final terminan realizándose o no aquellas fantasías que
configuramos de acuerdo a nuestros más profundos anhelos, la alegría y
entusiasmo que imprimen no se derivan de su realización.
Soñar, configurar de modo imaginario un escenario vital
deseado, es un ejercicio ineludible en la vida humana. El ser humano es capaz
de percibir de modo casi intuitivo, el terror y la angustia que supone perder
dicha capacidad. Quien no sueña despierto, quien no anhela con la imaginación,
queda atrapado en el angosto mundo inmediato, que no alcanza a satisfacer las
aspiraciones humanas, que por de más, suelen ser poco modestas.¿De qué están hechos aquellos pensamientos que consiguen mover de tal manera la voluntad humana? El pensamiento sin más, salvo para algunos filósofos tal vez, no representa una fuerza tal que consiga mover la voluntad. Hace falta que en el pensamiento haya comprensión, entendimiento. Pero no de cualquier tipo. La comprensión que logra mover la voluntad debe contener algo de promesa. Quien comprende no solo hace un hallazgo intelectual sino que percibe que son sus acciones las que dotan de sentido lo comprendido. La promesa contiene la clave de la acción, pues motiva a alcanzar lo visto para así poder reclamar lo prometido.
Los sueños son promesas que nos hacemos a nosotros mismos en
lo más profundo de nuestro ser. Nuestra vida adquiere un color especial, un ritmo
y una melodía que invita a la danza, al movimiento, a la realización de aquello
que fuimos capaces de vislumbrar en su expresión más bella. El impulso vital que imprime a la existencia
no tiene comparación con casi ninguna de las experiencias humanas. Sólo tal
vez, con aquella fuerza del amor que también tiene que ver con aquella
capacidad de prometer y de alcanzar lo prometido.
Los sueños, se dice, no contienen realidad. Sin embargo, si
se los contempla en detalle, se puede descubrir que tal vez son lo más real que
podemos llegar a tener en la vida. Pues al final, lo que se mantiene no son las
experiencias sino los motivos profundos. Son ellos los que permiten en últimas
decir quienes somos. Nos hacemos reconocibles y valiosos, más que por nuestros actos,
por aquello que nos motivó lo realizado.
La fragilidad de los sueños es también especial. Los sueños
se desvanecen fácilmente cuando se estrellan con una pequeña arista de la cruda
cotidianidad. El contraste entre aquello que soñamos y el modo en el que
efectivamente se dan las cosas es radical, doloroso, hiriente. Sin embargo, a
pesar de la cruda distancia entre lo vislumbrado y lo acontecido, es posible
reconocer en los diversos escenarios trazos de aquel horizonte perfecto que
inspiró la acción en un principio. El sueño se desvanece pero no desaparece,
pues quedan dispersos, trazos del material que los compone y con él se
construye en pequeñas partes la realidad.
La realidad al final contiene aquellos sueños que pensamos
que no se cumplirían, aún cuando no se parezca en nada a lo soñado.