“Los filósofos, en su mayoría, parecen encontrarse en la torre de marfil de la academia, distanciados de una realidad compleja y fecunda para el pensamiento. ¿Por qué?” Esta pregunta, formulada por Rodrigo Restrepo en su reciente artículo ¿Dónde están los filósofos?, publicado en la última edición de la revista Arcadia, responde a una inquietud ya presente en la antigua Grecia. Sócrates, ante la actividad pública de los sofistas, que como su nombre lo indica eran los poseedores, administradores y comerciantes del saber, se presenta a sí mismo como un humilde filósofo, como un amante de la sabiduría. La búsqueda de la verdad, la reflexión fecunda, supone en muchos momentos tomar distancia del ritmo frenético que exige la vida pública. Las torres de marfil que a lo largo de la historia han resguardado a los filósofos, han sido las cómplices de las ideas que ahora permean gran parte de lo que somos.
Hoy en día no son extrañas a nuestro léxico expresiones tales como “amor platónico”, “eso es pura dialéctica”, “está en su mundo” o “me traicionó el inconsciente” y no precisamente porque las teorías filosóficas que fundan estas nociones hayan sido difundidas profusamente por Platón, Hegel, Heidegger o Freud respectivamente. La filosofía tiene la peculiaridad de cimentar, no sólo el pensamiento de quienes la ejercen, sino de todos los protagonistas de una determinada época histórica. En la torre de marfil nace la teoría, pero pronto desciende al plano de las mentalidades y se instala para orientar la vida cotidiana de las personas.
Al hacer un análisis riguroso de los parámetros que rigen nuestros actos y de la manera en que comprendemos el mundo, no es raro encontrar que la mayoría de los contenidos han nacido en las mentes de los grandes pensadores de la historia. El imaginario social tiene su fuente más fecunda en las ideas filosóficas.
Esto no quiere decir que la difusión quede en manos de los “duendecillos” del zapatero. Existe una tarea pendiente que el artículo de Restrepo expresa como la necesidad de revivir el debate y de poner a pensar a las personas. Pero no es suficiente la participación mediática para conseguirlo porque esta tarea le corresponde, ya no al filósofo, sino al periodista, al político, al ingeniero, al administrador… Abrir el espacio al pensamiento en la esfera pública es una tarea urgente. La resistencia que ofrecen ahora algunos ámbitos ante la intervención del pensador es preocupante. Dicha resistencia nace del temor a que una persona muy capacitada ponga a tambalear sistemas que están montados en estructuras superficiales y cortoplacistas. Un pensador suele identificar obstáculos más que ofrecer soluciones prácticas e inmediatas, y eso desafortunadamente, no es rentable, piensan algunos. El reto está entonces, en la apertura de la esfera pública al pensamiento y en que se asuman con entereza los riesgos que esto supone. La tarea está en entender el mensaje de la anécdota que narra Restrepo en su artículo, en la cual el profesor Ruben Sierra responde a un periodista que le solicita resolver los problemas del país en sólo tres minutos: “¡Es que los filósofos no somos quienes tenemos que resolver los problemas del país! Nosotros nos encargamos de pensar las cosas, no de solucionarlas”.
"Nuestras contrariedades no son económicas ni políticas, sino intelectuales, morales y espirituales. Nuestras almas todavía ansían el drama de lo que Tolstoy llamó "vida real" (...) Ante nosotros mismos ofrecemos el aspecto de personas hambrientas a las que sólo se les ha servido serrín y espumillón" Leon Kass (El alma hambrienta)
miércoles, 30 de marzo de 2011
UNA REVOLUCION CIVICA
La ciudad está colapsada. Las múltiples obras, el aumento desmesurado de vehículos particulares, las lluvias, el mal estado de las vías, la mala planeación con años de historia… parece que no hay más factores adversos por acumular. El caos es inminente. Esto es lo que tenemos en mente los bogotanos al enfrentar la vida en la ciudad. Parece que no damos más. Pero vale preguntar, ¿qué hemos dado? Con esta cuestión quiero lanzar la pelota al ciudadano. No se trata de disculpar una pésima gestión administrativa del gobierno de turno. Eso ya está más que visto. Pero ante grandes omisiones hacen falta grandes acciones. Como ciudadanos de a pie tenemos pendiente explorar un amplio y fecundo campo de acción que nos garantice una ciudad más llevadera.
Hace algunos días Ivonne Ortega Pacheco, gobernadora del estado mexicano de Yucatán, decía con respecto al escenario pacífico que hoy se disfruta allí justo en uno de los momentos más violentos de la historia de México, que más del 50% del éxito de su gestión ha consistido en que la ciudadanía ha sabido asumir la parte que le corresponde. ¿Qué quiso decir con esto la señora Ortega? Aunque no hay fórmula secreta, sí hay una clave aclaratoria: la acción civil y el compromiso ciudadano. Una actitud que permita que la gestión requerida en la ciudad no provenga únicamente de la administración pública, sino de las acciones comunes de personas que tienen el “chip” de ciudadano incorporado; que quieren hacer algo por los otros y que quieren vivir bien. Si queremos que los futuros bogotanos nazcan con este “chip” hay que comenzar ahora mismo.
Alejandro Llano, autor del libro Humanismo Cívico dice:“el desplazamiento de la nueva ciudadanía desde el entorno estatalista hacia el terreno relacional y comunitario permite poner en circulación un medio generalizado de intercambio simbólico que ya no es el poder, el dinero o la influencia persuasiva, sino la completa reciprocidad, característica de las interrelaciones solidarias”. Tomo este párrafo como una invitación a aprender a vivir cívicamente y, ante todo, humanamente. Se trata, en concreto, de dejar de tratarnos como meros objetos que impiden el paso.
Para algunos estas son cuestiones ya conocidas. Pero un gran sector de la población bogotana no ha tenido la oportunidad de explorar esta realidad. Esta nueva lógica permite entender que el respeto al otro no es sólo sinónimo de no agresión (incluso para muchos esta afirmación es también desconocida); permite sobre todo ver al otro como alguien válido, como un quién que tiene algo que aportar a la sociedad.
Si estas verdades se aplican y si quienes las intuyen procuran enseñarlas, podríamos pensar en una ciudad en la que no se repitan escenas tan tristes y desconsideradas como la del peatón que intenta cruzar la calle en pleno aguacero y no sólo no lo consigue porque el conductor que va cómoda y secamente en su vehículo no le da paso, sino que además queda empapado de arriba abajo debido a la velocidad y ceguera con que el plácido conductor pasa sobre un gran charco. ¿Qué podemos esperar de ciudadanos que no se miran entre sí? Así, ni con la administración más brillante conseguiremos nunca una Bogotá vivible.
Hace algunos días Ivonne Ortega Pacheco, gobernadora del estado mexicano de Yucatán, decía con respecto al escenario pacífico que hoy se disfruta allí justo en uno de los momentos más violentos de la historia de México, que más del 50% del éxito de su gestión ha consistido en que la ciudadanía ha sabido asumir la parte que le corresponde. ¿Qué quiso decir con esto la señora Ortega? Aunque no hay fórmula secreta, sí hay una clave aclaratoria: la acción civil y el compromiso ciudadano. Una actitud que permita que la gestión requerida en la ciudad no provenga únicamente de la administración pública, sino de las acciones comunes de personas que tienen el “chip” de ciudadano incorporado; que quieren hacer algo por los otros y que quieren vivir bien. Si queremos que los futuros bogotanos nazcan con este “chip” hay que comenzar ahora mismo.
Alejandro Llano, autor del libro Humanismo Cívico dice:“el desplazamiento de la nueva ciudadanía desde el entorno estatalista hacia el terreno relacional y comunitario permite poner en circulación un medio generalizado de intercambio simbólico que ya no es el poder, el dinero o la influencia persuasiva, sino la completa reciprocidad, característica de las interrelaciones solidarias”. Tomo este párrafo como una invitación a aprender a vivir cívicamente y, ante todo, humanamente. Se trata, en concreto, de dejar de tratarnos como meros objetos que impiden el paso.
Para algunos estas son cuestiones ya conocidas. Pero un gran sector de la población bogotana no ha tenido la oportunidad de explorar esta realidad. Esta nueva lógica permite entender que el respeto al otro no es sólo sinónimo de no agresión (incluso para muchos esta afirmación es también desconocida); permite sobre todo ver al otro como alguien válido, como un quién que tiene algo que aportar a la sociedad.
Si estas verdades se aplican y si quienes las intuyen procuran enseñarlas, podríamos pensar en una ciudad en la que no se repitan escenas tan tristes y desconsideradas como la del peatón que intenta cruzar la calle en pleno aguacero y no sólo no lo consigue porque el conductor que va cómoda y secamente en su vehículo no le da paso, sino que además queda empapado de arriba abajo debido a la velocidad y ceguera con que el plácido conductor pasa sobre un gran charco. ¿Qué podemos esperar de ciudadanos que no se miran entre sí? Así, ni con la administración más brillante conseguiremos nunca una Bogotá vivible.
CON SENTIDO DEL HUMOR
La risa es una expresión exclusivamente humana. No se ha visto aún el primer animal que emita tal manifestación gestual y expresiva ante la intempestiva caída de uno de los miembros de su manada. Tal vez esto explica por qué tampoco los animales tienen un rostro que define su identidad. Estos dos factores ligados hablan de la peculiaridad del animal humano, de su especial constitución bilógica y de su carácter simbólico y cultural. Analizar qué es la risa nos remite directamente a otra peculiaridad humana un tanto menos animante: la posibilidad del absurdo. La risa, la carcajada, el sentido del humor tiene su nicho inicial en las situaciones absurdas, en las situaciones que superan el marco de la lógica racional. Dichas situaciones, claro está, solo pueden ser protagonizadas por seres humanos. Así, el animal humano no solo puede comportarse absurdamente sino que puede reconocer una determinada situación como tal y en respuesta emitir una sonora carcajada. Es una suerte de premio al absurdo, pudiéramos decir. Cuando el cerebro humano identifica el error en una determinada situación, en lugar de indisponerse, activa el sentido del humor y premia la detección del absurdo.
Los medios de comunicación se han encargado de difundir los múltiples estudios que algunas organizaciones han realizado para medir el nivel de felicidad de los pueblos. Por lo menos tres de estos estudios han llegado a la conclusión de que países del tercer mundo -o para ser políticamente correctos- en vías de desarrollo, ocupan los cinco primeros lugares en dicha categoría. Son países en los cuales quienes deberían velar por el bien común, terminan por apoderarse de él para beneficio personal y superfluo; países en los cuales los recursos que deberían dirigirse a cubrir las necesidades básicas de salud y educación de los ciudadanos más necesitados se invierten en la compra de armas y en el fortalecimiento de la seguridad; países en los que se vulneran constantemente los derechos fundamentales sin que eso haga mella en quienes deberían velar por su respeto; países, al fin y al cabo, que viven día a día situaciones tan absurdas que terminan por ser risibles.
Si tenemos en cuenta que la risa y el humor son unos de los parámetros que ayudan a conformar la categoría de la felicidad, tendrá bastante lógica que justo esos países sean los más felices, pues entre más absurda la situación, más risa y humor despertará en quienes la viven.
La risa se convierte en este caso en una especie de estrategia de tolerancia. Podríamos decir que ante tales desproporciones sociales, culturales, humanas, la solución es una buena carcajada. Tomar el caos vigente con sentido del humor ayuda, además, a comprender con mayor agudeza la situación en cuestión, pues si reconocemos lo que hay de absurdo en ellas es porque también comprendemos cual sería la contraparte que ayudaría a sobrepasar el error reconocido. El humor inteligente, aplicado a las coyunturas humanas puede ser considerado una cátedra de vida.
La risa entendida como un reflejo de la paradoja existencial nos habla de la condición humana en su más básica raíz. Mucha razón tenía Mark Twain al afirmar que “el ser humano solamente tiene un arma realmente efectiva: la risa”.
Los medios de comunicación se han encargado de difundir los múltiples estudios que algunas organizaciones han realizado para medir el nivel de felicidad de los pueblos. Por lo menos tres de estos estudios han llegado a la conclusión de que países del tercer mundo -o para ser políticamente correctos- en vías de desarrollo, ocupan los cinco primeros lugares en dicha categoría. Son países en los cuales quienes deberían velar por el bien común, terminan por apoderarse de él para beneficio personal y superfluo; países en los cuales los recursos que deberían dirigirse a cubrir las necesidades básicas de salud y educación de los ciudadanos más necesitados se invierten en la compra de armas y en el fortalecimiento de la seguridad; países en los que se vulneran constantemente los derechos fundamentales sin que eso haga mella en quienes deberían velar por su respeto; países, al fin y al cabo, que viven día a día situaciones tan absurdas que terminan por ser risibles.
Si tenemos en cuenta que la risa y el humor son unos de los parámetros que ayudan a conformar la categoría de la felicidad, tendrá bastante lógica que justo esos países sean los más felices, pues entre más absurda la situación, más risa y humor despertará en quienes la viven.
La risa se convierte en este caso en una especie de estrategia de tolerancia. Podríamos decir que ante tales desproporciones sociales, culturales, humanas, la solución es una buena carcajada. Tomar el caos vigente con sentido del humor ayuda, además, a comprender con mayor agudeza la situación en cuestión, pues si reconocemos lo que hay de absurdo en ellas es porque también comprendemos cual sería la contraparte que ayudaría a sobrepasar el error reconocido. El humor inteligente, aplicado a las coyunturas humanas puede ser considerado una cátedra de vida.
La risa entendida como un reflejo de la paradoja existencial nos habla de la condición humana en su más básica raíz. Mucha razón tenía Mark Twain al afirmar que “el ser humano solamente tiene un arma realmente efectiva: la risa”.
EL SISTEMA DESIERTO
El cine de ficción no pocas veces ha imaginado un mundo deshabitado. Los motivos varían; a veces, como consecuencia de una gran catástrofe o en el caso de los thrillers psicológicos, debido a la toma de conciencia de que la evidencia de los sentidos no es tal y de que no tenemos posibilidad de saber si el mundo que habitamos es fruto de nuestra imaginación.
Esta imagen deja de ser ficción si nos detenemos a observar la vida del hombre contemporáneo y su modo de habitar el mundo. Lo que quiero poner en evidencia en este espacio es precisamente que buena parte de lo que hemos considerado como configuración de nuestro mundo está, hoy en día, deshabitado. Si consideramos que por décadas hemos estructurado nuestro mundo en grandes instituciones que facilitan y promueven una vida vivible, el mapa estaría compuesto a grandes rasgos por los sistemas vigentes –el político, el educativo, el judicial, el familiar, el religioso–. Sin embargo, cabe preguntar ¿quién se hace cargo de estas instituciones? ¿de mantenerlas y promoverlas? ¿quién las comprende y experimenta como parte fundamental del sentido de su vida? En otras palabras, ¿quién las habita?
Estas estructuras, que en principio son clave para el desarrollo de la sociedad, sufren hoy día del fenómeno del desierto. Ya no son lugares que los seres humanos realmente habiten sino que son, en la mayoría de los casos, lugares de paso en los que se desempeña un determinado papel que después se abandona para dar cabida a un ámbito en el cual sí se vive de verdad. Las empresas, las instituciones educativas, las esferas políticas se han convertido en lugares de transacción económica, exhibición de poder y manipulación de intereses. Ya son pocos quienes hacen de estos mundos un proyecto de vida que compromete todo su ser. El resultado es un sistema que nadie siente como suyo, un sistema que solo aparenta ser la estructura solida de la vida social pero con cualquier corriente de aire fuerte se desploma como un castillo de naipes.
¿Dónde habita entonces el hombre de hoy? La vida está fuera del sistema, en un espacio privado compuesto por los múltiples paraísos artificiales que el hombre moderno se ha dedicado a construir y que terminan por absorber la energía vital de las personas. Mundos alternativos que suponen escapar de la vida corriente, mundos virtuales a los que es fácil huir después de una ardua jornada de trabajo, mundos afectivos y sentimentales que tienen por fin la exploración de los placeres al margen del compromiso, en fin, mundos que permiten la experiencia light, en contraste con el pesado mundo de los sistemas reales.
En estos mundos el ser humano no “se la juega” en toda su magnitud. Su desarrollo se queda corto, su vida carece de fondo y de peso. El mundo de las instituciones destinadas a garantizar que cada ser humano se realice y que la sociedad sea un ámbito real, es un lugar desierto. Para retomar el sentido de las estructuras sociales hace falta que quienes las componen realmente las habiten, que se comprometan con ellas y que pongan allí todas sus dimensiones en acción. Es tarea de todos emprender esta reconquista.
Esta imagen deja de ser ficción si nos detenemos a observar la vida del hombre contemporáneo y su modo de habitar el mundo. Lo que quiero poner en evidencia en este espacio es precisamente que buena parte de lo que hemos considerado como configuración de nuestro mundo está, hoy en día, deshabitado. Si consideramos que por décadas hemos estructurado nuestro mundo en grandes instituciones que facilitan y promueven una vida vivible, el mapa estaría compuesto a grandes rasgos por los sistemas vigentes –el político, el educativo, el judicial, el familiar, el religioso–. Sin embargo, cabe preguntar ¿quién se hace cargo de estas instituciones? ¿de mantenerlas y promoverlas? ¿quién las comprende y experimenta como parte fundamental del sentido de su vida? En otras palabras, ¿quién las habita?
Estas estructuras, que en principio son clave para el desarrollo de la sociedad, sufren hoy día del fenómeno del desierto. Ya no son lugares que los seres humanos realmente habiten sino que son, en la mayoría de los casos, lugares de paso en los que se desempeña un determinado papel que después se abandona para dar cabida a un ámbito en el cual sí se vive de verdad. Las empresas, las instituciones educativas, las esferas políticas se han convertido en lugares de transacción económica, exhibición de poder y manipulación de intereses. Ya son pocos quienes hacen de estos mundos un proyecto de vida que compromete todo su ser. El resultado es un sistema que nadie siente como suyo, un sistema que solo aparenta ser la estructura solida de la vida social pero con cualquier corriente de aire fuerte se desploma como un castillo de naipes.
¿Dónde habita entonces el hombre de hoy? La vida está fuera del sistema, en un espacio privado compuesto por los múltiples paraísos artificiales que el hombre moderno se ha dedicado a construir y que terminan por absorber la energía vital de las personas. Mundos alternativos que suponen escapar de la vida corriente, mundos virtuales a los que es fácil huir después de una ardua jornada de trabajo, mundos afectivos y sentimentales que tienen por fin la exploración de los placeres al margen del compromiso, en fin, mundos que permiten la experiencia light, en contraste con el pesado mundo de los sistemas reales.
En estos mundos el ser humano no “se la juega” en toda su magnitud. Su desarrollo se queda corto, su vida carece de fondo y de peso. El mundo de las instituciones destinadas a garantizar que cada ser humano se realice y que la sociedad sea un ámbito real, es un lugar desierto. Para retomar el sentido de las estructuras sociales hace falta que quienes las componen realmente las habiten, que se comprometan con ellas y que pongan allí todas sus dimensiones en acción. Es tarea de todos emprender esta reconquista.
LA ERA DE LA FRAGMENTACION
Estamos en la era del conocimiento. Éste es el nuevo bien que todos perseguimos. Aún cuando no cabe afirmar que haya reemplazado por completo el lugar que ocupa el dinero en nuestra escala de bienes, si podemos decir que alcanzar este último está supeditado a la adquisición del primero. Sin conocimiento no hay trabajo. Sin propuestas de investigación que amplíen los horizontes de conocimiento, no hay financiación. El conocimiento se alza hoy en día como el bien mejor y más valorado, como el más reconocido, como el más noble. Desde luego, esto no es lo mismo que decir que es el bien más popular y perseguido; si así fuera, otro sería el mundo en que vivimos.
En todo caso, esta es una buena señal. La actividad humana se inclina hacia el cultivo de los saberes. Por fin el ser humano se concentra en desarrollar lo más característico de su condición: ser racional, o por lo menos intentar serlo. Así las cosas, el panorama se nos presenta esperanzador. Un mundo pensado y apoyado firmemente en los pilares del saber promete, sin duda, un futuro mejor.
Pero esta buena señal se diluye cuando observamos con detalle cómo es el conocimiento que se ha empezado a valorar y a difundir. La gran promesa se derrumba cuando descubrimos con asombro y perplejidad que estamos en un mundo de saberes fragmentados. La información se difunde a la velocidad de la realidad virtual y los medios masivos de comunicación, pero viene sin ser analizada y sin el marco contextual en el que acontece. El saber nos llega disgregado, separado y fuera de contexto. Y para agregar más drama al asunto, nos llega en cantidades desmesuradas. Las noticias, los datos científicos y las estadísticas se multiplican día tras día sin dejar espacio a la reflexión. Las ciencias se especializan cada vez más y crece a pasos agigantados el abismo que las separa. Los lenguajes son cada vez más exclusivos y la posibilidad de traducción y diálogo se nos escapa como arena entre los dedos. No por nada se ha visto esta época como una gran torre de Babel que ni la simplicidad del inglés como lengua universal logra derribar.
El panorama se puede oscurecer aún más cuando se piensa en los efectos perversos de tal fragmentación. El más terrorífico será tal vez, el intuido por los pesimistas posmodernos en el cual ya no habitamos lo real sino que representamos alegre e ignorantemente un montaje, un simulacro. En palabras de Baudrillard habitamos “los vestigios de lo real, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio (el de Borges), sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real”. Ampliamos los horizontes de un mundo de ficción que poco o nada se corresponde con la realidad humana y con la verdad.
Valga el pesimismo para plantear la urgente necesidad de buscar unidad. Sólo si desandamos el camino de la fragmentación de saberes y abrimos espacio a la reflexión, a la asimilación del conocimiento y a enmarcar los datos y estadísticas en un contexto real y verdadero, podremos construir el mundo esperado en el cual la posesión del saber representará realmente una vida mejor.
En todo caso, esta es una buena señal. La actividad humana se inclina hacia el cultivo de los saberes. Por fin el ser humano se concentra en desarrollar lo más característico de su condición: ser racional, o por lo menos intentar serlo. Así las cosas, el panorama se nos presenta esperanzador. Un mundo pensado y apoyado firmemente en los pilares del saber promete, sin duda, un futuro mejor.
Pero esta buena señal se diluye cuando observamos con detalle cómo es el conocimiento que se ha empezado a valorar y a difundir. La gran promesa se derrumba cuando descubrimos con asombro y perplejidad que estamos en un mundo de saberes fragmentados. La información se difunde a la velocidad de la realidad virtual y los medios masivos de comunicación, pero viene sin ser analizada y sin el marco contextual en el que acontece. El saber nos llega disgregado, separado y fuera de contexto. Y para agregar más drama al asunto, nos llega en cantidades desmesuradas. Las noticias, los datos científicos y las estadísticas se multiplican día tras día sin dejar espacio a la reflexión. Las ciencias se especializan cada vez más y crece a pasos agigantados el abismo que las separa. Los lenguajes son cada vez más exclusivos y la posibilidad de traducción y diálogo se nos escapa como arena entre los dedos. No por nada se ha visto esta época como una gran torre de Babel que ni la simplicidad del inglés como lengua universal logra derribar.
El panorama se puede oscurecer aún más cuando se piensa en los efectos perversos de tal fragmentación. El más terrorífico será tal vez, el intuido por los pesimistas posmodernos en el cual ya no habitamos lo real sino que representamos alegre e ignorantemente un montaje, un simulacro. En palabras de Baudrillard habitamos “los vestigios de lo real, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio (el de Borges), sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real”. Ampliamos los horizontes de un mundo de ficción que poco o nada se corresponde con la realidad humana y con la verdad.
Valga el pesimismo para plantear la urgente necesidad de buscar unidad. Sólo si desandamos el camino de la fragmentación de saberes y abrimos espacio a la reflexión, a la asimilación del conocimiento y a enmarcar los datos y estadísticas en un contexto real y verdadero, podremos construir el mundo esperado en el cual la posesión del saber representará realmente una vida mejor.
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