La ciudad está colapsada. Las múltiples obras, el aumento desmesurado de vehículos particulares, las lluvias, el mal estado de las vías, la mala planeación con años de historia… parece que no hay más factores adversos por acumular. El caos es inminente. Esto es lo que tenemos en mente los bogotanos al enfrentar la vida en la ciudad. Parece que no damos más. Pero vale preguntar, ¿qué hemos dado? Con esta cuestión quiero lanzar la pelota al ciudadano. No se trata de disculpar una pésima gestión administrativa del gobierno de turno. Eso ya está más que visto. Pero ante grandes omisiones hacen falta grandes acciones. Como ciudadanos de a pie tenemos pendiente explorar un amplio y fecundo campo de acción que nos garantice una ciudad más llevadera.
Hace algunos días Ivonne Ortega Pacheco, gobernadora del estado mexicano de Yucatán, decía con respecto al escenario pacífico que hoy se disfruta allí justo en uno de los momentos más violentos de la historia de México, que más del 50% del éxito de su gestión ha consistido en que la ciudadanía ha sabido asumir la parte que le corresponde. ¿Qué quiso decir con esto la señora Ortega? Aunque no hay fórmula secreta, sí hay una clave aclaratoria: la acción civil y el compromiso ciudadano. Una actitud que permita que la gestión requerida en la ciudad no provenga únicamente de la administración pública, sino de las acciones comunes de personas que tienen el “chip” de ciudadano incorporado; que quieren hacer algo por los otros y que quieren vivir bien. Si queremos que los futuros bogotanos nazcan con este “chip” hay que comenzar ahora mismo.
Alejandro Llano, autor del libro Humanismo Cívico dice:“el desplazamiento de la nueva ciudadanía desde el entorno estatalista hacia el terreno relacional y comunitario permite poner en circulación un medio generalizado de intercambio simbólico que ya no es el poder, el dinero o la influencia persuasiva, sino la completa reciprocidad, característica de las interrelaciones solidarias”. Tomo este párrafo como una invitación a aprender a vivir cívicamente y, ante todo, humanamente. Se trata, en concreto, de dejar de tratarnos como meros objetos que impiden el paso.
Para algunos estas son cuestiones ya conocidas. Pero un gran sector de la población bogotana no ha tenido la oportunidad de explorar esta realidad. Esta nueva lógica permite entender que el respeto al otro no es sólo sinónimo de no agresión (incluso para muchos esta afirmación es también desconocida); permite sobre todo ver al otro como alguien válido, como un quién que tiene algo que aportar a la sociedad.
Si estas verdades se aplican y si quienes las intuyen procuran enseñarlas, podríamos pensar en una ciudad en la que no se repitan escenas tan tristes y desconsideradas como la del peatón que intenta cruzar la calle en pleno aguacero y no sólo no lo consigue porque el conductor que va cómoda y secamente en su vehículo no le da paso, sino que además queda empapado de arriba abajo debido a la velocidad y ceguera con que el plácido conductor pasa sobre un gran charco. ¿Qué podemos esperar de ciudadanos que no se miran entre sí? Así, ni con la administración más brillante conseguiremos nunca una Bogotá vivible.
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