Un ser capaz de sobreponerse ante las dificultades, de responder ante la adversidad, de crecer y mejorar en los peores y más infértiles momentos, ese es el ser humano. Si echamos un vistazo a los momentos cumbre de la historia de la humanidad, la constante será siempre la crisis. Los cambios que han valido la pena y que han dejado huella en la historia, están antecedidos o precedidos por profundas crisis. En ellas es donde el ser humano se juega su existencia y pone en acción todo su potencial.
Lejos de ser un impedimento, las crisis son los momentos clave para el desarrollo humano. El significado de la palabra crisis es múltiple. Hace referencia en la mayoría de los casos, a un momento coyuntural que exige un proceso de evolución, ya sea para bien o para mal. Se entiende que una crisis es una situación compleja en la cual se han producido cambios drásticos, cambios que rompen el ritmo relativamente ordenado que constituye nuestra vida. En los momentos de crisis las rutinas se rompen y las circunstancias exigen un cambio de pensamiento que transforme de modo radical los esquemas con los que estamos acostumbrados a leer el mundo y nuestra propia vida.
Pero la riqueza del significado de esta palabra está en que al hablar de crisis siempre se hace necesaria la resolución. Pasar por una crisis es, sobre todo, tener la capacidad de comprender de un modo distinto el mundo y la vida y, en consecuencia, tener más y mejores herramientas para seguir adelante. Superar las crisis es la tarea principal del ser humano pues en ellas es donde se pone a prueba su verdadero potencial.
Es muy importante saber que en toda situación crítica, por más adversa que se nos presente, existe solo un riesgo grave y peligroso: dejarla pasar. Las crisis pueden pasar por nosotros sin que nosotros pasemos por ellas y esto trae consecuencias nefastas. A lo largo de nuestra vida pasamos por innumerables situaciones difíciles, pero son pocas las ocasiones en las que afrontamos la crisis con fecundidad. La oportunidad de cambiar de perspectiva y de agudizar la percepción y la atención en el mundo de la vida no se nos presenta tan fácilmente. Requiere una cierta disposición que es difícil de adquirir. Las crisis otorgan acceso a ella, pero hay que saberlas aprovechar y comprender, para que surja en el ser humano esa nueva percepción que permite conectar con el mundo de un nuevo modo. Es la fuente de cambios que produce un progreso real. Así podremos repetir tranquilamente con el poeta Hölderlin que “en el peligro, está también la salvación”.
Cuando sobrevienen todas las adversidades juntas es cuando tenemos la excepcional ocasión de transformar el mundo y, sobre todo, de transformar nuestra comprensión para proponer los cambios adecuados, los cambios que dejarán huella en la historia de la humanidad. Parte de la clave está en lo que sobre el tiempo advertía Seneca en su De la brevedad de la vida: “El tiempo que tenemos no es corto; pero perdiendo mucho de él, hacemos que lo sea, y la vida es suficientemente larga para ejecutar en ella cosas grandes, si la empleáremos bien”.
"Nuestras contrariedades no son económicas ni políticas, sino intelectuales, morales y espirituales. Nuestras almas todavía ansían el drama de lo que Tolstoy llamó "vida real" (...) Ante nosotros mismos ofrecemos el aspecto de personas hambrientas a las que sólo se les ha servido serrín y espumillón" Leon Kass (El alma hambrienta)
domingo, 22 de mayo de 2011
lunes, 16 de mayo de 2011
LA IDENTIDAD Y EL BIEN
La vida de hombres y mujeres se caracteriza por ser, en lugar de bio-logía, una compleja y fascinante bio-grafía. No vivimos simplemente de acuerdo a lo que la naturaleza nos dicta, sino que somos narradores de nuestra propia experiencia. El papel de narrador, es aún más importante y definitivo que el del protagonista. Si bien, los hechos nos acontecen directamente y por esto mismo caracterizamos en primera persona la historia, hay un ingrediente constante que agregamos a todo hecho: el de la interpretación. Así, no solo nos pasan cosas sino que esas cosas tienen un significado específico para nosotros; esto nos hace ser ante todo, narradores de nuestra propia vida.
El narrador ofrece el marco de interpretación de la historia; explica por qué ciertos acontecimientos tienen un determinado significado para unos y otro para los demás; ofrece, en última instancia, el marco valorativo en el cual se comprenden y asimilan las distintas acciones. Este marco valorativo, del cual es imposible desligar al ser humano, es el que traza los pasos en el camino hacia el bien.
Todo ser humano pretende alcanzar la felicidad, en eso al parecer, estamos todos de acuerdo. Qué la garantiza es algo sobre lo que no hay aún una sola voz. Pero lo que sí está claro es que para alcanzarla los actos buenos han de estar de por medio. Conseguimos lo que queremos cuando actuamos de acuerdo a lo que consideramos bueno, relevante, importante, positivo y eso nos hace felices. El bien es, entonces, el argumento central de la narrativa de la propia vida. La trama está en encontrar, articular y aplicar dicho bien para orientar los actos y protagonizar una gran historia vital.
La pregunta crucial ¿quién soy? no se resuelve con una autodefinición de gustos, preferencias o tendencias de pensamiento que marquen la diferencia con respecto a los otros. Esta idea, que heredamos del romanticismo moderno y que pone las fuentes de identidad en la interioridad del individuo, ha degenerado en un triste individualismo que se conforma con una ecuación relativista débil para resolver el problema. La pregunta por la propia identidad tiene que ver, de manera profunda, con la orientación al bien que soy capaz de dar a mi propia vida.
Lo curioso de este camino hacia la configuración de la propia identidad es que no se deriva del marco exclusivo de la experiencia individual, es decir, de las múltiples vicisitudes que acontecen al personaje principal de la historia. La configuración de la propia identidad se deriva de la narrativa que surge inspirada por los hechos. Es la persona, como narradora de su propia historia, la que articula las múltiples voces y acontecimientos que le rodean. Es en este ejercicio narrativo donde, al evaluar el contexto, surge una clave de orientación de la acción que tiene carácter de bien y que impulsa con fuerza a alcanzar los fines. Es el anhelo del bien lo que configura la propia vida como una vida que vale la pena.
Desde esta perspectiva el bien relativo no es suficiente. El narrador no se conforma con una sola voz. Cuenta una buena historia cuando articula, desde la multiplicidad, lo valioso; cuando descubre el bien implícito en la realidad.
El narrador ofrece el marco de interpretación de la historia; explica por qué ciertos acontecimientos tienen un determinado significado para unos y otro para los demás; ofrece, en última instancia, el marco valorativo en el cual se comprenden y asimilan las distintas acciones. Este marco valorativo, del cual es imposible desligar al ser humano, es el que traza los pasos en el camino hacia el bien.
Todo ser humano pretende alcanzar la felicidad, en eso al parecer, estamos todos de acuerdo. Qué la garantiza es algo sobre lo que no hay aún una sola voz. Pero lo que sí está claro es que para alcanzarla los actos buenos han de estar de por medio. Conseguimos lo que queremos cuando actuamos de acuerdo a lo que consideramos bueno, relevante, importante, positivo y eso nos hace felices. El bien es, entonces, el argumento central de la narrativa de la propia vida. La trama está en encontrar, articular y aplicar dicho bien para orientar los actos y protagonizar una gran historia vital.
La pregunta crucial ¿quién soy? no se resuelve con una autodefinición de gustos, preferencias o tendencias de pensamiento que marquen la diferencia con respecto a los otros. Esta idea, que heredamos del romanticismo moderno y que pone las fuentes de identidad en la interioridad del individuo, ha degenerado en un triste individualismo que se conforma con una ecuación relativista débil para resolver el problema. La pregunta por la propia identidad tiene que ver, de manera profunda, con la orientación al bien que soy capaz de dar a mi propia vida.
Lo curioso de este camino hacia la configuración de la propia identidad es que no se deriva del marco exclusivo de la experiencia individual, es decir, de las múltiples vicisitudes que acontecen al personaje principal de la historia. La configuración de la propia identidad se deriva de la narrativa que surge inspirada por los hechos. Es la persona, como narradora de su propia historia, la que articula las múltiples voces y acontecimientos que le rodean. Es en este ejercicio narrativo donde, al evaluar el contexto, surge una clave de orientación de la acción que tiene carácter de bien y que impulsa con fuerza a alcanzar los fines. Es el anhelo del bien lo que configura la propia vida como una vida que vale la pena.
Desde esta perspectiva el bien relativo no es suficiente. El narrador no se conforma con una sola voz. Cuenta una buena historia cuando articula, desde la multiplicidad, lo valioso; cuando descubre el bien implícito en la realidad.
jueves, 12 de mayo de 2011
EL OLVIDO DE LA VIRTUD
“Cualquier intento contemporáneo de encarar cada vida humana como un todo, como una unidad, cuyo carácter provee a las virtudes de un telos adecuado, encuentra dos tipos diferentes de obstáculo, uno social y otro filosófico. Los obstáculos sociales derivan del modo en que la modernidad fragmenta cada vida humana en multiplicidad de segmentos, cada uno de ellos sometido a sus propias normas y modos de conducta. Así, el trabajo se separa del ocio, la vida privada de la pública, lo corporativo de lo personal. Así, la infancia y la ancianidad han sido separadas del resto de la vida humana y convertidas en dominios distintos. Y con todas esas separaciones se ha conseguido que lo distintivo de cada una, y no la unidad de la vida del individuo que por ellas pasa, sea lo que se nos ha enseñado a pensar y sentir.” Este sugerente párrafo escrito por Alasdair MacIntyre en su reconocido libro Tras la virtud, pone de manifiesto el problema del hombre contemporáneo. La fragmentación, como olvido del ser y como engaño vital condena al ser humano a vivir una vida de falsedad, una vida malograda.
El hombre contemporáneo vaga perdido en la multiplicidad de opciones vitales que día a día se le ofrecen, pero que no dan pista alguna sobre por qué merecen ser vividas. La ceguera de la vida moderna trae como consecuencia que las opciones que cada ser humano elige libremente sean fruto, ya no de una genuina libertad que surge de la comprensión de su propio ser y de su papel en la sociedad, sino de los destellos de un éxito momentáneo que promete sueños de poder y reconocimiento.
Al parecer, este panorama se desprende de una confusión sobre lo que es el ser humano y sobre lo que le corresponde hacer en el mundo. El problema es, entonces, de carácter ético. No saber quiénes somos ni donde estamos, explica por qué no sabemos tampoco qué es lo que estamos haciendo. La cultura occidental suma ya varios siglos de atraso ético frente al acelerado crecimiento del saber técnico que le deja cada vez más incapaz de afrontar y asumir sus mismos inventos y genialidades.
Vuelvo a MacIntyre para ilustrar en qué consiste tal retraso: “Una virtud no es una disposición que se ponga en práctica para tener éxito solamente en un tipo particular de situación. Lo que se suelen llamar virtudes de un buen organizador, de un administrador, de un jugador o de un corredor de apuestas, son habilidades profesionales, profesionalmente empleadas en aquellas situaciones en que pueden ser eficaces, pero no virtudes. Alguien que posea auténticamente una virtud seguramente la manifestará en situaciones muy diversas, en muchas de las cuales la práctica de la vida no puede sentir ninguna pretensión de eficacia como se espera que ocurra con una habilidad profesional.” La solución está en definir primero qué es lo que nos corresponde ser, antes de definir cómo desempeñar un rol social. Se trata, en última instancia, de ser buenas personas antes de ser buenos carpinteros, ingenieros, contratistas o alcaldes. El cultivo de la virtud es la clave de acceso a la vida lograda. La tarea de occidente es rescatar esta ética para la educación.
martes, 3 de mayo de 2011
CONSCIENCIA Y SOLIDARIDAD
Frente a la oleada de catástrofes naturales que aquejan hoy en día a un gran porcentaje de la población colombiana y mundial, es inevitable hacer una reflexión sobre el modo como el ser humano reacciona ante ellas. En su ser se movilizan potencias y cualidades que en otros momentos permanecen más pasivas. Siempre unidas a las catástrofes aparecen dos palabras cargadas de un complejo y rico significado: consciencia y solidaridad.
La consciencia, de la cual nos ufanamos de ser los únicos portadores, se nos presenta ante estas situaciones, ya no como una cualidad sino como una necesidad. Los momentos de crisis generar en el hombre una suerte de despertar súbito y repentino del sueño que ha venido forjando por varias generaciones: el de detentar poder para beneficio propio. De cuando en cuando la naturaleza se alza frente al ser humano para mostrarle que ese no es un sueño sino más bien, una terrible pesadilla. Le muestra con toda la fuerza de su condición que las consecuencias de haber olvidado su tarea en el mundo son nefastas y que de no recapacitar, su actitud seguirá trayendo a todos más caos y desolación.
El mundo y la naturaleza han sido confiados al hombre para su cuidado. Esa es la tarea que le corresponde. Es verdad que con su razón puede transformar el entorno, pero ese poder no le autoriza, desde ningún punto de vista, a trasgredir el orden de las cosas ni a maltratar la riqueza natural que le fue entregada. Frente a esta tarea, llevamos ya siglos de un profundo sueño en el cual nuestra consciencia, como en todo estado onírico, ha dejado de funcionar por completo.
El rápido crecimiento del número de movimientos ambientalistas y de simpatizantes de la defensa del medio ambiente es una clara muestra de la necesidad de recobrar la consciencia perdida. Las propuestas son múltiples; algunas utópicas, otras demasiado radicales y fatalistas; en ese campo hay para escoger. Pero sin llegar al fanatismo ambiental, es preciso tomar medidas y tomarlas en serio. Desde el ámbito político e industrial, en el cual es urgente una implementación de medidas ambientales, hasta el de cada ciudadano, a quien le corresponde hacerse cargo de su entorno inmediato y vincular a sus prácticas, hábitos que pongan en acción su responsabilidad ambiental.
Pero para muchos, hoy ya es tarde. Las tragedias han llegado y no hay marcha atrás. Por eso, la importancia de la otra palabra que llena en estos días diarios y noticieros: solidaridad. En estas circunstancias el ser humano tiene una oportunidad de oro para explorar a fondo esta peculiar cualidad. Somos capaces de ayudar; somos capaces de sufrir con el otro, de entender su situación y de reaccionar para su bien. El escenario ya está dado. En este momento hay millones de damnificados que hoy esperan “humanidad” en toda su expresión. Los caminos están abiertos. Lo que está por hacer es que cada cual tome la decisión de actuar en función de los demás. La solidaridad es ante todo una invitación a salir de la propia “zona de confort” y mirar las necesidades que aquejan a nuestros conciudadanos; en otras palabras, es ser plenamente humanos para tener algo que entregar.
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