Frente a la oleada de catástrofes naturales que aquejan hoy en día a un gran porcentaje de la población colombiana y mundial, es inevitable hacer una reflexión sobre el modo como el ser humano reacciona ante ellas. En su ser se movilizan potencias y cualidades que en otros momentos permanecen más pasivas. Siempre unidas a las catástrofes aparecen dos palabras cargadas de un complejo y rico significado: consciencia y solidaridad.
La consciencia, de la cual nos ufanamos de ser los únicos portadores, se nos presenta ante estas situaciones, ya no como una cualidad sino como una necesidad. Los momentos de crisis generar en el hombre una suerte de despertar súbito y repentino del sueño que ha venido forjando por varias generaciones: el de detentar poder para beneficio propio. De cuando en cuando la naturaleza se alza frente al ser humano para mostrarle que ese no es un sueño sino más bien, una terrible pesadilla. Le muestra con toda la fuerza de su condición que las consecuencias de haber olvidado su tarea en el mundo son nefastas y que de no recapacitar, su actitud seguirá trayendo a todos más caos y desolación.
El mundo y la naturaleza han sido confiados al hombre para su cuidado. Esa es la tarea que le corresponde. Es verdad que con su razón puede transformar el entorno, pero ese poder no le autoriza, desde ningún punto de vista, a trasgredir el orden de las cosas ni a maltratar la riqueza natural que le fue entregada. Frente a esta tarea, llevamos ya siglos de un profundo sueño en el cual nuestra consciencia, como en todo estado onírico, ha dejado de funcionar por completo.
El rápido crecimiento del número de movimientos ambientalistas y de simpatizantes de la defensa del medio ambiente es una clara muestra de la necesidad de recobrar la consciencia perdida. Las propuestas son múltiples; algunas utópicas, otras demasiado radicales y fatalistas; en ese campo hay para escoger. Pero sin llegar al fanatismo ambiental, es preciso tomar medidas y tomarlas en serio. Desde el ámbito político e industrial, en el cual es urgente una implementación de medidas ambientales, hasta el de cada ciudadano, a quien le corresponde hacerse cargo de su entorno inmediato y vincular a sus prácticas, hábitos que pongan en acción su responsabilidad ambiental.
Pero para muchos, hoy ya es tarde. Las tragedias han llegado y no hay marcha atrás. Por eso, la importancia de la otra palabra que llena en estos días diarios y noticieros: solidaridad. En estas circunstancias el ser humano tiene una oportunidad de oro para explorar a fondo esta peculiar cualidad. Somos capaces de ayudar; somos capaces de sufrir con el otro, de entender su situación y de reaccionar para su bien. El escenario ya está dado. En este momento hay millones de damnificados que hoy esperan “humanidad” en toda su expresión. Los caminos están abiertos. Lo que está por hacer es que cada cual tome la decisión de actuar en función de los demás. La solidaridad es ante todo una invitación a salir de la propia “zona de confort” y mirar las necesidades que aquejan a nuestros conciudadanos; en otras palabras, es ser plenamente humanos para tener algo que entregar.
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