“Cualquier intento contemporáneo de encarar cada vida humana como un todo, como una unidad, cuyo carácter provee a las virtudes de un telos adecuado, encuentra dos tipos diferentes de obstáculo, uno social y otro filosófico. Los obstáculos sociales derivan del modo en que la modernidad fragmenta cada vida humana en multiplicidad de segmentos, cada uno de ellos sometido a sus propias normas y modos de conducta. Así, el trabajo se separa del ocio, la vida privada de la pública, lo corporativo de lo personal. Así, la infancia y la ancianidad han sido separadas del resto de la vida humana y convertidas en dominios distintos. Y con todas esas separaciones se ha conseguido que lo distintivo de cada una, y no la unidad de la vida del individuo que por ellas pasa, sea lo que se nos ha enseñado a pensar y sentir.” Este sugerente párrafo escrito por Alasdair MacIntyre en su reconocido libro Tras la virtud, pone de manifiesto el problema del hombre contemporáneo. La fragmentación, como olvido del ser y como engaño vital condena al ser humano a vivir una vida de falsedad, una vida malograda.
El hombre contemporáneo vaga perdido en la multiplicidad de opciones vitales que día a día se le ofrecen, pero que no dan pista alguna sobre por qué merecen ser vividas. La ceguera de la vida moderna trae como consecuencia que las opciones que cada ser humano elige libremente sean fruto, ya no de una genuina libertad que surge de la comprensión de su propio ser y de su papel en la sociedad, sino de los destellos de un éxito momentáneo que promete sueños de poder y reconocimiento.
Al parecer, este panorama se desprende de una confusión sobre lo que es el ser humano y sobre lo que le corresponde hacer en el mundo. El problema es, entonces, de carácter ético. No saber quiénes somos ni donde estamos, explica por qué no sabemos tampoco qué es lo que estamos haciendo. La cultura occidental suma ya varios siglos de atraso ético frente al acelerado crecimiento del saber técnico que le deja cada vez más incapaz de afrontar y asumir sus mismos inventos y genialidades.
Vuelvo a MacIntyre para ilustrar en qué consiste tal retraso: “Una virtud no es una disposición que se ponga en práctica para tener éxito solamente en un tipo particular de situación. Lo que se suelen llamar virtudes de un buen organizador, de un administrador, de un jugador o de un corredor de apuestas, son habilidades profesionales, profesionalmente empleadas en aquellas situaciones en que pueden ser eficaces, pero no virtudes. Alguien que posea auténticamente una virtud seguramente la manifestará en situaciones muy diversas, en muchas de las cuales la práctica de la vida no puede sentir ninguna pretensión de eficacia como se espera que ocurra con una habilidad profesional.” La solución está en definir primero qué es lo que nos corresponde ser, antes de definir cómo desempeñar un rol social. Se trata, en última instancia, de ser buenas personas antes de ser buenos carpinteros, ingenieros, contratistas o alcaldes. El cultivo de la virtud es la clave de acceso a la vida lograda. La tarea de occidente es rescatar esta ética para la educación.
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